OTRA LUNA ENTERRADA, de Guillermo Estiballes.
Reseña de Alberto González.
Sin embargo, hay un ente que opone resistencia desde el albor del tiempo: la naturaleza. Ella utiliza esa cadencia eterna del pasar de las horas, los días, las estaciones, para medrar y hacerse más grande, poderosa, frondosa y viva. Y aunque el hombre persiste en adueñarse de su territorio, empecinado en explotar su madera, sus esencias y savias, finalmente este caerá, igual que cayeron otros antes, para dejarla continuar con su obra, haciendo de nuevo grande los bosques, poderosos los robles, sinuosos los ríos, crujiente la hojarasca, frescos el musgo, los líquenes y los hongos que habitan bajo tierra.
(Estiballes, 2020, p.12)
Empezamos con el inicio de otro. Pudiera ser esta una declaración de principios de Tremenda: somos porque antes otros han sido, han escrito. Librería con vocación de servicio. Y, si hablamos de la novela, no queremos que os llevéis a engaño: Guillermo no pretende aleccionar a nadie. Usa las dos primeras páginas de Otra luna enterrada en forma de aviso. Luego hablan los personajes, sus acciones y chácharas, y el paisaje que les rodea. Y el bosque.
El ente al que opone resistencia la naturaleza no es otro que el tiempo. Y del tiempo trata la novela, como todas las que perduran, al menos, en la retentiva de este escribiente vuestro. Guillermo Estiballes (Bilbao, autor de otras tres novelas más, si tenemos suerte de no equivocarnos), lo deja claro en varias de sus vertientes. Primero, y por descontado, el tiempo físico, real, que va desde 1885 hasta 1931. Después, el tiempo de una amistad (de la que hablaremos luego), tan tratado en la literatura y en el arte y tan magistralmente enfocado aquí, tan original, tan importante. Por último, y a falta que haya otras decenas de acepciones que yo no haya encontrado, del tiempo de una familia. ¡Y qué familia! En cada una de las páginas está el tiempo y, por lo tanto, la memoria, y el olvido.
Guillermo es un maestro, o al menos se ha estudiado la lección. Viene de escuela, o de escuelas. Que yo sepa, y se pueda decir, una de ellas es el taller de escritura de la Semana Negra. Ahí ha aprendido del mejor, a mi gusto: Marcelo Luján. Otra lo cuenta él: Elia Barceló. No deja puntada sin hilo, ni frase hecha sin contexto. Ha elegido unas épocas complicadas en las que situar la acción. Y lugares concretos: Buñol y Granada. Y ha logrado, bajo mi punto de vista, que nos creamos allí. Que nos personemos sin fisuras, sin artificios, sin juegos literarios vacíos. Solo con la verdad y con un uso magistral del lenguaje.
No hay, o no he encontrado, lugares comunes. Habla de Buñol como lo hiciera un oriundo de hace ciento cincuenta años. Lo hacen sus diálogos, que me recuerdan a Ferlosio, sobre todo en la infancia de los protagonistas, pero también lo hacen sus descripciones. Aquí os pondré un ejemplo, a ver si me entendéis. Imaginaos delante de una foto de vuestro pueblo, o de vuestra calle. Si yo la tuviera delante, la vuestra, solo diría generalidades: un pueblo viejo, de calles rotas, en el valle de una montaña lleno de árboles de hoja caduca y rastrojos nevados. Sin embargo, si la describierais vosotros, lo haríais de una manera bien diferente: la iglesia del obispo separa al pueblo en el Barrio Arriba y el Barrio Abajo. La plaza del autobús a la capital está vacía como casi siempre. La casa del cura, ahora renovada, le da un toque de modernidad a un lugar que no quiere ser moderno. Y en lo alto del monte, la era de las cangolitas, rodeada de enebros y acebos, saludando al invierno que se esconde entre sus sombras, al menos, hasta mayo.
¿Entendéis? Otra luna enterrada le habla al lector como si fuera un vecino, y lo que es mejor, no se te hace extraño, aunque nunca hayas bajado de Madrid. Y lo que es, maldita sea, aún mejor, es que lo hace situándote tan atrás en el tiempo. Llena las descripciones de palabras que intuyes que son un árbol o una herramienta de trabajo. Y esas palabras te envuelven, y no te llenan de frío. Y llena los diálogos de palabras en cursiva que los hacen reales. Y usa expresiones tan curiosas y expresivas que, solo por ellas, merece la pena leerte estas casi trescientas páginas.
Y, además, hay un autómata jugando al tute.
Pero, ¿de qué trata la novela? ¿Qué te puedo decir de ella que te llame la atención y que no te arruine la lectura? Complicado.
Hay un chico (Alberto) que llega a Buñol y que lee las revistas de su padre. Y por eso justo, al encontrarse con una trifulca de matón contra guajes, decide intervenir. Ahí empieza todo, en esa trifulca y en esa valentía.
Ayuda a Julia, la gitana; y ayuda al judío, que estaban siendo atacados por Roberto. Vienen de la verbena sin el dinero que le deben a ese matón, y acaban de decirles, sin pagar un real, que no se acerquen al bosque.
La relación entre los tres, en su recorrido iniciático, es profunda, real, llena de aciertos y de errores, y tan diversa que incluso el más acostumbrado puede decir: guau.
El final, redondo por lo que emociona y por estructura, tan bueno.
Por último: no apostéis, ni contra los tuyos ni contra los seres del bosque.
Tremenda la manera que tiene Guillermo de hacerte viajar hasta la Granada y el Buñol de hace 150 años. Tremenda su valentía al tratar la diversidad sin caer en tópicos. Tremenda su manera de escribir, tan cerca de los mejores. Tremenda la novela.